A sus dieciocho años, Sara ha aprendido de memoria esta lección con la que a pesar de su juventud, ya se ha tenido que encontrar de frente. Su necesidad de mantenerse a flote la ha convertido en la chica especial que llega a la casa junto al mar que heredó a la muerte de sus padres.
El renacer a una nueva vida, tras la tragedia que la dejó huérfana siendo todavía una niña, es el camino que emprende Sara, invitando al lector a acompañarla en este viaje cargado de encuentros, descubrimientos y sobre todo de sentimientos entre los que destacan la amistad, el dolor, la esperanza y un atisbo de lo que parece ser el amor.
Los cuadernos de Eva es, ante todo, una novela plagada de emociones encontradas y un canto a la ilusión por una vida que parece querer dar a la protagonista de esta historia, la oportunidad de ser feliz después de los cinco años de tristeza infinita que le ha tocado vivir.
A caballo entre Madrid, Barcelona y la Costa Brava, su ritmo ágil y su trama cargada de sorpresas, nos trae y nos lleva del presente al pasado para emocionarnos con el futuro que se desvela a través de sus personajes rotundos y certeros.
Amor, amistad, misterio y mucho esfuerzo se funden en esta obra actual pero a la vez atemporal. ¿Quién es Eva? ¿Por qué son tan importantes sus cuadernos? ¿Cuánto amor se necesita para romper los muros invisibles y las distancias aparentemente insalvables? Nieves Barambio te lo cuenta en esta novela que dejará una huella profunda en las almas que aman la literatura eterna.
Costa Brava, Agosto de 2007
Arrastré la maleta con mucha dificultad por el camino de grava que conducía a la entrada del recinto. A esas horas estaba desierto. El único sonido que llegaba a mis oídos era el de una música suave procedente de alguno de los apartamentos de la primera planta.
A pesar de haber vivido allí más de tres meses, no tenía la sensación de estar volviendo a casa. En realidad el único hogar estable que había conocido en mucho tiempo era el piso donde había vivido los últimos cinco años con los otros chicos del Centro de Menores y con Belén y Encarna, las dos educadoras que se repartían nuestros cuidados.
Me paré a mirar el edificio blanco de tres plantas en el que debería haber vivido con mis padres si el destino no se hubiera empeñado en desbaratarnos los planes de empezar una nueva etapa en un lugar definitivo.
Después de deambular por el mundo durante años, por fin parecía que habíamos llegado a puerto y que en adelante tendríamos una casa nuestra que mi madre podría decorar a su antojo, sin necesidad de pedir permiso al propietario de turno, como había tenido que hacer durante años.
Con el tiempo que había transcurrido desde el accidente, ya era capaz de pensar en mi madre sin llorar y sin desear morirme. Esa frase tan manida de que el tiempo lo cura todo, parecía tener su parte de verdad, y digo sólo parte, pues por muchos años que pasaran, mi madre seguiría siendo la persona a la que más había querido. No pasaba un solo día sin que recordara su rostro, con aquella sonrisa que siempre guardaba para mí, con su mirada perdida cuando creía que nadie la miraba, y con sus ojos rasgados nublados por unas lágrimas que siempre trataba de ocultarme, tras una de sus frecuentes discusiones con mi padre. Cuando me fui haciendo mayor empecé a comprender que mi madre sufría, y llegué a pensar que el causante de su desdicha no era otro que su marido, mi padre.
Fui una niña afortunada hasta los trece años, con una vida rara, o por lo menos diferente a la de la mayoría de los niños, pero feliz. Nunca tuve muchos amigos pues nuestro continuo ir y venir no me permitía llegar a intimar con mis compañeros de los distintos colegios por los que pasé. Alguna vez asistí a alguna fiesta de cumpleaños de alguna niña de mi clase, pero casi a esos contactos se limitaron mis amistades fuera de las horas escolares.
Todo esto no tenía mucha importancia porque mi madre se ocupaba de llenar mi vida. Ella era mi amiga, mi compañera de juegos, y mi aliada en todo lo que se me ocurría.
A mi padre apenas le veía durante el día, aunque en muchas ocasiones acudía de noche a contarme o leerme cuentos cuando yo era pequeña, y a arroparme y darme un beso cuando se me pasó la edad de la fantasía. Pero por lo general yo era exclusiva de mi madre, así como el trabajo era su mayor preocupación.
Ese trabajo le había hecho cambiar continuamente de ciudad, incluso de país. Hasta que un día recibió una pequeña herencia de una tía suya, que no tenía más parientes que aquel sobrino que siempre la había ignorado, y decidió que había llegado la hora de echar raíces.
Él mismo buscó el lugar y la casa, y no dio opción a su mujer a opinar. Ya se encargaría ella de escoger los muebles, las cortinas y el color de las paredes, del resto, como siempre, se ocupó él.
Noté el tintineo de las llaves en mi bolsillo al moverme para cambiar de postura, y decidí que había llegado el momento de recorrer los pasos que me separaban del portal.
Tan sumida estaba en mis pensamientos que no me di cuenta de que un hombre corpulento con uniforme de conserje me estaba cortando el paso.
Me detuve sin soltar mi maleta y sin tiempo para explicar mi presencia en aquel edificio, se dirigió a mí.
—¿Dónde va, señorita?
Noté cómo me miraba de arriba a abajo sin disimulo, y decidí de inmediato que no me gustaba aquel tipo. Por eso le sostuve la mirada sin parpadear, con tal insistencia que el hombre se empezó a revolver, y con cierto nerviosismo volvió a hablar.
—Le he preguntado que ...
—Ya le he oído —dije sin apartar mis ojos de los del hombre. Entonces saqué las llaves de mi bolsillo y se las mostré—. Voy a mi casa. Es el tercero derecha.
La actitud del conserje cambió de inmediato. Casi me eché a reír al ver el apuro que experimentaba aquel hombre al tratar de disculparse por su error. Le hice un gesto con la mano para que parara con el torrente de excusas que salían a borbotones de su boca, y entonces, y sin que yo pudiera hacer nada para impedirlo, tomó mi maleta y se dirigió al ascensor.
Cuando la depositó en la puerta del piso, hizo un último intento de congraciarse conmigo.
—Encantado de recibirla, señorita Ramos. Mi nombre es Jacinto. Cualquier cosa que yo pueda servirle, ya sabe, estoy a sus órdenes.
Le dediqué una leve sonrisa, y le agradecí su servicialidad. Al ver que no hacía intención de moverse, le volví a dar las gracias y le pregunté sí quería algo más.
—Verá señorita Ramos ...
—Llámeme Sara, por favor —le interrumpí.
—Lo que quería decirle, señorita Sara, es que si necesita a alguien para la limpieza, mi mujer puede hacerlo. La abogada le pidió que se encargara de dejar la casa a punto para cuando usted viniera.
Nieves Barambio, Madrid 1964. Licenciada en Filología Inglesa por la Universidad Complutense de Madrid. Su trayectoria profesional se ha desarrollado siempre en el campo de la docencia, aunque durante años ha estado vinculada al mundo editorial colaborando con cuentos y relatos en revistas literarias, y con trabajos de gramática para cursos de aprendizaje de la lengua inglesa. Actualmente ejerce como profesora de Inglés y Francés en el Centro de Recursos Educativos de la ONCE en Madrid.
Tras el éxito obtenido con su primera novela, Con los mismos ojos, publicada por la editorial ViveLibro, nos presenta una nueva historia que hará que los lectores experimenten todo tipo de emociones, desde la primera hasta la última página.
Aquello que no nos destruye termina por hacernos más fuertes.
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